Más de la historia de un filósofo desengañado
Hola:
Hace bastantes años leí por primera vez el volumen que insinúo en el título y al que luego me referiré. Lo descubrí entre los libros de mi padre cuando apenas había quedado atrás mi adolescencia. Recuerdo que me llamó la atención su antigüedad; sus tapas marrones de cartón duro y su lomo donde apenas se vislumbraba su título y una cifra que indicaba el número de tomo. Era el primero de una colección de cuatro. Luego supe, por voz de mi padre, que el ejemplar fue rescatado por él de la biblioteca de mi abuelo en los años de la guerra civil. Nada más puedo añadir, el resto de la colección debió extraviarse o cambiar de manos.
La primera vez que lo leí lo hice sin mucho interés. Creo que incluso me aburrió. Y es que a los veinte años uno es tonto, se cree que lo sabe todo. Posteriormente, con más años, avanzada la treintena, volví a leerlo. Esta vez su lectura me absorbió y eché en falta no disponer del resto de tomos. Posiblemente los años no mejoren la necedad, pero sí corroboran lo poco que uno sabe. Y puesto que es así, decidí volver a releerlo; de ello hará un par de meses.
El libro del que hablo lleva por título “El Evangelio en Triunfo o Historia de un filósofo desengañado”. Se trata del primer tomo de un total de cuatro que forman la obra completa. Para más datos, pertenece a la cuarta edición, impresa en Madrid por Joseph Doblado en 1799, dos años después de la primera hecha en Valencia. En pocos años llegaría a la decimoctava edición, se traduciría a cinco idiomas, francés, portugués, italiano, alemán y ruso, y se convertiría a lo largo de la mitad del siglo XIX en uno de los libros más difundidos, tanto en Europa como en América.
Recuerdo que me llamó la atención su antigüedad; sus tapas marrones de cartón duro y su lomo donde apenas se vislumbraba su título y una cifra que indicaba el número de tomo.
El no disponer de la colección completa fue algo que siempre me había apenado y, aunque hace años lo intenté, nunca conseguí dar con los otros tres tomos. Hoy, gracias a Internet, he podido rescatar en formato electrónico aquello que tanto ansiaba y, una vez leídos todos, he visto cumplido un deseo que en su momento, tiempo atrás, me pareció poco probable de llevar a cabo.
En una época que ha pasado a la historia como “Siglo de las Luces”, obviando las sombras que aquella refulgencia proyectaba, la religión cristiana se convertía en culpable de todos los males que aquejaban a la humanidad; instigados esos, primero, por la pluma, luego, la cuchilla se encargaría de aliviarlos. No extraña, pues, que la obra, escrita después de la Revolución francesa, sea un alegato de la religión cristiana y del Nuevo Testamento. Un alegato sí, pero con una carga filosófica que la hace merecedora de una lectura profunda y una relectura sosegada.
A modo de novela epistolar unidireccional, el autor refleja las cartas que un incrédulo filósofo, de cuna bien, talentoso, licencioso y plegado a las pasiones mundanas, escribe a un buen amigo, relatándole las conversaciones que mantiene con un pobre y docto fraile en un convento, al que la huida de un hecho delictivo le hace llegar de manera un tanto casual. El primer tomo, bajo mi punto de vista el más “sabroso” de los cuatro, muestra la controversia y disputas que mantiene el filósofo con el religioso y las razones con que este refuta las innumerables objeciones de aquel, todo con el ánimo de convertirle. El segundo y el tercero, referidos a la aplicación y práctica que hace el filósofo de los consejos recibidos del clérigo, que le han convertido y le han hecho “salir del abismo y entrar de nuevo en el buen sendero”. El cuarto tiene que ver más con la utopía. El deseo que el escritor tiene de plasmar su ideal; lo que desde una posición privilegiada se puede hacer por aquellos que nada tienen; formación, trabajo, sacrificio, altruismo, generosidad etc.; lograr la felicidad terrenal auspiciada por la celestial.
En una época que ha pasado a la historia como “Siglo de las Luces”, obviando las sombras que aquella refulgencia proyectaba, la religión cristiana se convertía en culpable de todos los males...
Resulta curioso que una obra como esta, cerca de 1.700 páginas en total, viera la luz a modo de anónimo. Algo que el autor hace de manera consciente, ya que en el prólogo de la obra deja escrito: “Yo no tengo la ridícula manía de Autor; lo que deseo únicamente es ser útil”. No obstante, estos argumentos no me parecen de peso. Pienso que algo más debió lastrar esa decisión de esquivar su nombre de la portada de los tomos, y aunque reconozco no tener plena certeza, creo que acertaría si digo que fue la estela que su apellido dejó en el pasado lo que influyó en esa toma de decisión. El hecho de que la mayoría de sus escritos los firmase con seudónimo, tales como “Elpino”, “Anastasio Céspedes y Monroy” e incluso “El autor del Evangelio en triunfo”, apoyan en buena medida esta idea.
Si, lo sé, no he hablado todavía del autor, lo he de hacer. Pero, permitir que antes deje constancia de otras cosas; esas que en la localización de los tomos faltantes han llegado a mí de manera inopinada. ¡Han sido tantas! Como si las unas se retroalimentaran de las otras y viceversa; al final, desbordada mi curiosidad, la tarea se fue convirtiendo en una necesidad de saber, de conocer más allá de los libros en sí, de profundizar sobre el autor y su singular obra. Poco podía imaginar, antes de ello, que un libro de estas características estuviese tan referenciado y que su autor, quien hasta hace poco no conocía, fuese un personaje de tantas sombras y luces.
Resulta curioso que una obra como esta, cerca de 1.700 páginas en total, viera la luz a modo de anónimo.
Permitidme por ello hacer un breve repaso a las críticas con las que me he topado en mi trabajo de internauta. Referiré sólo las que, a mi modo de ver, tienen mayor entidad.
El crítico y polígrafo santanderino Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912), en su “Historia de los heterodoxos españoles”, escribe acerca del autor y del libro, “Cada página del libro, por otra parte, medianísimo, porque el talento del autor no alcanzaba a más, respira convicción y fe… debe juzgarse el Evangelio en triunfo, más como acto piadoso que como libro” y en otro apartado añade, “Literariamente, el libro vale poco y está escrito medio en francés... El autor abusa de los recursos de sentimiento, cosa mala y ocasionada siempre, y más en una apología de la religión”. Quiero pensar que la crítica tiene que ver más con una animadversión hacia el autor, al que trata de “impío convertido, penitenciado por el Santo Oficio, espectador y víctima de la revolución francesa”, que con lo que este escribió.
Según el limeño Ricardo Palma (1833-1919), escritor, periodista y político, El Evangelio… “es el libro americano que mayor resonancia alcanzara en el mundo desde los albores del siglo XIX”
Por su parte el escritor y crítico, también limeño, Estuardo Nuñez (1908-2013) manifiesta en su libro “Las letras de Francia y el Perú”, refiriéndose al autor, “Su Evangelio en Triunfo fue destinado igualmente a probar las verdades y la acción del cristianismo en una sociedad descreída e intentaba también la conciliación entre la ilustración y el Cristianismo”.
Para el profesor de historia moderna e hispanista, el francés Marcelin Défourneaux, se trata de una más de las tantas obras apologéticas del siglo XVIII y mantiene que el autor, “no hace más que repetir sus personajes cambiando solamente el nombre”, en relación al libro “Les délices de la Religion, ou Le pouvoir de l’Evangile pour nous rendre heureux“, que el abate Antoine Adrien Lamourette escribió en 1788 y que fue traducido al español en 1796.
Al historiador francés no parece gustarle el estilo del autor, aunque este último deja claro en el prólogo que “La obrita del Abate Lamourette que yo tenía a la mano, al mismo paso que me daba algunas ideas para executar mi pensamiento, encendía mas mis deseos”. Pienso que Défourneaux, en su ataque, pasa por alto dos aspectos fundamentales. Primero, la extensión de “El Evangelio en triunfo”, que más que cuadruplica la del libro de Lamourette y, segundo, que la posible coincidencia de textos se debe más bien a la fuente original primaria de donde proceden que a una copia deliberada.
A modo de novela epistolar unidireccional, el autor refleja las cartas que un incrédulo filósofo, de cuna bien, talentoso, licencioso y plegado a las pasiones mundanas, escribe a un buen amigo...
Gérard Dufour, profesor e historiador, en su introducción de “Cartas de Mariano a Antonio. El programa ilustrado de El evangelio en triunfo“ (1988) dice “El Evangelio en triunfo… es la más singular apología de la religión católica que nunca haya sido escrita… por ser la sonada palinodia del que fue considerado en el mundo europeo de las Luces como la víctima por antonomasia de la Inquisición, el volteriano y hereje formal...".
Asimismo, en su trabajo "Elementos novelescos de El evangelio en triunfo“ añade, “El Evangelio… no es sino la reunión de cuatro obras distintas, mediante la unificación por el género epistolar y el papel estructurante de personajes secundarios que por su presencia dan al lector la falsa impresión de un relato único”.
Tampoco en este caso comparto la referencia a cuatro obras que Dufour hace, como si cada tomo fuera una obra distinta, aunque es bien cierto que el último de sus tomos puede considerarse diferente.
Con todo, no queda ahí la crítica de Dufour. En 2003, en “Cuadernos Dieciochistas” (ISSN: 1576-7914), que animo a leer en su totalidad, titula, “El evangelio en triunfo o la historia de... La fabricación de un éxito editorial”, y escribe en referencia a la obra completa, “que, a excepción del tomo cuarto y último, nos parecía perfectamente aburrido”. Desde mi perspectiva, por supuesto menos docta que la de estos dos expertos dieciochistas, da la impresión de que les importa poco el contenido, mejor dicho, lo que les importa es el cómo se dice y no lo que se dice y por qué se dice.
El autor de la obra es José Antonio Pablo de Olavide y Jáuregui y para hablar sobre él me apoyaré, principalmente, en lo escrito por Gonzalo Díaz Díaz en su libro “Hombres y documentos de la filosofía española”, donde realiza una acertada biografía del personaje; hijo de padre navarro, nacido en Lima (Perú) en 1725 y fallecido en Baeza en 1803.
Admirador de los enciclopedistas franceses, aprovecha para viajar a Paris y vivir de cerca el fenómeno que le cautiva. Allí conoce a Rousseau, Diderot y entabla amistad con Voltaire
Olavide se doctoró en cánones a la edad de dieciséis años y poco después fue Oidor de la Audiencia y Auditor de Guerra. Ello le aportó fama intelectual y moral entre sus conciudadanos. En 1746, un terremoto asola la ciudad y se le confía la administración de los fondos públicos y privados recaudados para el auxilio y reconstrucción. El uso inadecuado de esos fondos le obligaría a viajar a Madrid para justificar y dar cuenta de lo sucedido, siendo absuelto apenas llegado a la corte.
Admirador de los enciclopedistas franceses, aprovecha para viajar a Paris y vivir de cerca el fenómeno que le cautiva. Allí conoce a Rousseau, Diderot y entabla amistad con Voltaire; toma el pulso del Enciclopedismo y vuelve a Madrid con el deseo de influir la idea de la Ilustración en la villa y corte. Al poco se casa con Isabel de los Ríos, una adinerada viuda, lo que le permite llevar una intensa vida social y patrocinar actos donde se daba cita la intelectualidad y se discutía la nueva filosofía del vecino país.
Amigo del entonces todopoderoso conde de Aranda, se instala en 1767 en Sevilla donde actúa como intendente de Andalucía. Desde allí promueve dos importantes proyectos, el plan de reforma universitaria en 1769, fiel a los principios reformistas de la Ilustración –entre otras cosas apartaba a los frailes de la enseñanza universitaria– y, poco después, la colonización de Sierra Morena, consiguiendo en poco tiempo que en aquella tierra abandonada e irredenta se crearan del orden de cuarenta núcleos urbanos que vivían de la agricultura, ganadería y minería.
A partir de 1776 su suerte cambiaría. Su locuacidad y espontaneidad, su baja estima a la Iglesia a la que consideraba “una invención humana como todas las religiones”, junto a la caída política de su protector Aranda que marcha a Paris como embajador, provocaría el ataque de sus enemigos. Tal es así, que una acusación formulada por Fray Romualdo de Friburgo ante el Tribunal de la Inquisición hizo que se le abriera proceso –el último gran proceso inquisitorial-, se le condenara como “hereje formal” a destierro perpetuo, perdiera sus bienes y acabara en la cárcel.
En 1780, tras pasar por diversas prisiones, logra escapar a Francia, donde se le recibe como “mártir de la ciencia, la libertad y el progreso”. Pero, pocos años duraría su tranquilidad en tierras galas; se avecinaban tiempos de agitación y perturbación. Comprobaría en primera persona el terror que asoló Francia y que estuvo a punto de llevarle al cadalso de la cuchilla. Sólo la influencia de sus amigos ahuyentó el peligro. No obstante, en 1794 acabó una vez más en prisión; un sabor amargo, que sumado a lo vivido en la etapa revolucionaria, reducía a cenizas aquel sueño que tiempo atrás le deslumbró; unos años que aprovechó para escribir su obra más celebre. Transcurridos unos años sale de prisión y vuelve a España en 1798. Apoyado en los buenos oficios de Godoy y la influencia del ministro Urquijo, consigue que la Corona bendiga su vuelta. Muere, apartado de la política y de la corte, en Baeza recién cumplidos los 78 años de edad.
Saludos.
T.McARRON