Y las bicicletas no tienen derecho a competir por ellas.
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Las aceras como espacio de salvaguardia no es un concepto moderno. Civilizaciones que nos precedieron ya hicieron uso de ellas, aunque su finalidad no fuera idéntica a la que se le da hoy.
Eran espacios junto a las casas, elevados respecto a la vía o calzada, cuyo principal propósito consistía en encauzar las aguas y proteger la vivienda. Posteriormente, servirían también para proteger a los viandantes del paso de caballerías, carros y carruajes.
Avanzado el siglo XVI los ingleses desarrollan su construcción. Las ciudades se hacen más grandes, se acrecienta la necesidad de mover mercancías y los elementos de transporte de la época aumentan. Empieza a surgir el concepto moderno de vía pública que debe ser compartida por andantes y vehículos, aunque pasarían siglos para ver practicada la idea.
Hasta mediado el siglo XIX no se extiende de manera generalizada la construcción de estos espacios reservados a preservar la seguridad de los caminantes. El deber legal que obligaba a los propietarios de los edificios lindantes a contribuir económicamente en su construcción, despertó la reacción negativa de la inmensa mayoría de vecinos, que se oponían a pagar por algo que no era suyo.
Llegado el siglo XX, la acera es un lugar reservado de manera exclusiva para el paseante.
Las ciudades más importantes se expanden a lo largo y ancho en busca de ampliar espacios que acojan la transición demográfica, producto de la incipiente revolución industrial. Y como en el caso de Barcelona se derruyen murallas y se sientan las bases que alientan el proyecto del ilustre adelantado Ildefonso Cerdá.
Con la aparición del automóvil y el paulatino cambio de métodos recaudatorios, la acción constructora fue recayendo en las áreas de urbanismo de los ayuntamientos, siendo estos los planificadores y ejecutores de las obras en su conjunto.
Las modernas zonas habitables que se van construyendo a las afueras de los antiguos recintos urbanos, dejan atrás las estrechas callejuelas que marcaban los cascos viejos de las ciudades y el ancho de las aceras crece en la misma medida que lo hacen las nuevas calzadas públicas.
Llegado el siglo XX, la acera es un lugar reservado de manera exclusiva para el paseante. Una zona que legitima su seguridad y que no puede ser invadido por ningún tipo de vehículo. Las aceras son lugar de paseo, de encuentro, de contemplación, de descanso. Incluso sirven como sitio de tertulia a vecinos que en verano escapan del calor de casa al atardecer.
Tan significativo era este espacio reservado al transeúnte, que resulta curioso observar como en la Exposición Universal de París del año 1900 se implantó una especie de aceras móviles, a modo de cintas transportadoras, que eran utilizadas por los transeúntes. Se trataba de tres plataformas. Dos de ellas móviles que se movían, la superior a una velocidad de unos 8 km/hora y la otra, un peldaño por debajo, a la mitad de velocidad. La tercera, a nivel inferior, completamente estática, conformaba el ancho total de acera por donde se desplazaba la gente.
La graciosa escena puede disfrutarse hoy, gracias a Thomas A. Edison que la filmó en agosto de aquel año y que se conserva en la Library of Congress de Estados Unidos.
Vídeo que muestra las aceras móviles instaladas en la Exposición Universal de París de 1900
Durante los últimos años los peatones hemos podido disponer, en la inmensa mayoría de ciudades, de aceras que nos han permitido pasear con seguridad, sin miedo, alejados de los vehículos que circulaban a nuestro alrededor. Una isla dentro de un mar de motores.
Los peatones somos objetos a sortear por artefactos y utensilios que no echan humo, pero que en cualquier caso demuestran tener mucho apego a la velocidad.
Más cercanos en el tiempo, nuestros queridos ayuntamientos, siempre pensando en nuestro bien, han robado espacio al caballo de acero y dispuesto zonas más amplias para nuestro recreo. Las aceras se han hecho más grandes, en algunos casos tanto como el ancho de la calle, y los centros de las ciudades se han vuelto lugar idóneo para deambular, sin prisas, pudiendo zigzaguear, estarse quieto, avanzar y retroceder… sin semáforos.
Ahora ya nada es igual. Mejor dicho, casi nada es igual. Las aceras se han vuelto peligrosas para los peatones. Se puede aseverar que cuanto más anchas son, más peligrosas resultan. Los peatones somos objetos a sortear por artefactos y utensilios que no echan humo, pero que en cualquier caso demuestran tener mucho apego a la velocidad. Patines, monopatines, patinetes eléctricos o no, bicicletas y otros artilugios automatizados de dos, tres o cuatro ruedas inundan el espacio reservado a los viandantes.
A lo anterior, cabe añadir las motocicletas, no por circular, sino por el espacio que ocupan al estacionar. Pero de todos los mencionados, el vehículo más abundante, más molesto y más peligroso hoy día es la modesta bicicleta.
A decir verdad, la bicicleta es servil si bien necesita el esfuerzo físico de quien la maneja. A la vez que fatua por sí sola, es atrevida por la capacidad de movimiento que imprime el ciclista y peligrosa por su relación entre velocidad y estabilidad. Quien la conduce decide el grado de osadía; hacia, cómo y a qué celeridad se moverá. Es al fin y a la postre el último responsable.
Barcelona se ha convertido en un paraíso para la bicicleta con multitud carriles que ocupan parte de calzadas y también parte de aceras.
No es mi intención tratar la problemática de la bicicleta, su necesidad o no, su uso, los peligros a los que se enfrentan los ciclistas, ni la cantidad de accidentes que sufren estos; número en el que por cierto destaca Cataluña, muy por encima del resto de comunidades españolas. Pero sí la necesidad de una regulación que tenga en cuenta la seguridad del peatón.
No es permisible, ni admisible, que el viandante no se sienta seguro en el espacio que hace tiempo era propio de él. Un espacio que, como tiempo atrás, debería estar destinado a aquel que utiliza exclusivamente sus piernas para trasladarse, moverse, pasear o meramente mirar escaparates.
Permitirme que a continuación haga referencia a la ciudad donde vivo y que mejor conozco, Barcelona. Esta se ha convertido en un paraíso para la bicicleta. La inmensa cantidad de kilómetros dedicados como andeles bici a lo largo y ancho de la ciudad son testigo de ello. Carriles que ocupan parte de calzadas y también parte de aceras. Un mix, donde se penaliza y persigue a los vehículos a motor, coches y motos que pagan impuestos y tasas por doquier, y donde los peatones que pasean por las aceras ven amenazada su integridad, debiendo prestar tanta o más atención que cuando atraviesan una calle.
No estaría de más considerar que la construcción y mantenimiento de toda esa red de sendas ciclistas tiene un coste, que no debe cargarse sobre quien ni las utiliza ni las disfruta. Todo un conglomerado pagado con el dinero de todos, para el uso, y en muchos casos abuso, de una parte de la sociedad que como mínimo debería tener el respeto de acatar las mínimas normas de urbanidad.
Los defensores de este medio de locomoción son libres de procurar medidas en favor de sus intereses. Pero esa libertad queda cercenada en cuanto se enfrenta a la libertad del más indefenso. No se puede convertir la convivencia en un “oeste” en el que, por inexistencia de norma, rige la ley del más fuerte.
Los responsables del ayuntamiento deben hacer frente al problema. Un conflicto que ellos denominan de convivencia, pero que en el fondo es mucho más profundo. No conozco capital europea donde se utilice con tal descaro, iniquidad e infracción el uso de este tipo de vehículo.
A lo citado, conviene añadir que un gran número de las bicicletas que circulan por esta ciudad pertenecen a una empresa monopolística gestionada, patrocinada o vinculada al propio ayuntamiento. Así se refleja en su página web, “Ajuntament de Barcelona - Barcelona de Serveis Municipals, S.A.”
El pasado domingo fallecía en Barcelona una diputada de “Junts pel Sí”, tras recibir, el día 30 de enero, el impacto de una bicicleta que circulaba por el centro de Barcelona, justo en el cruce de las calles Urgell y Provença. En su momento, la noticia del atropello, trascendió con más pena que gloria. Es ahora, tras el fallecimiento, cuando ha tomado relevancia dado el fatal desenlace.
A tenor de lo anterior, me hago una serie de preguntas: ¿Cuántos accidentes similares se producen cada día en nuestra ciudad? ¿Cuántos de ellos merecen la atención de los medios públicos? ¿Cuántos se quedan simplemente en un mero susto? ¿Qué identificación posee el vehículo en caso de que huya del lugar del suceso? ¿Es el ayuntamiento responsable civil subsidiario en caso de accidente? ¿Será preciso que fallezcan más personas antes de tomar medidas al respecto?
Creedme, cada día al salir de casa, antes de poner pie en la acera, miro a derecha e izquierda. Algunos de estos agresores biciclos circulan pegados a las fachadas y no precisamente a poca velocidad.
¡Quién me iba a decir a mí que añoraría una acera de menos de un metro de ancha!
Saludos.
T.McARRON