Hablar de la Barcelona que fue resulta más que melancólico. Ver cómo la ciudad más cosmopolita de España acaba siendo el estercolero de esta, da pena. Y más a los que conocimos aquella, y vemos cómo ha ido derivando en lo que es hoy. No vale decir que ese deterioro también ocurre en otras ciudades, sean españolas o de fuera. Ese mal de muchos, no sirve de consuelo. Por lo menos a mí, que tanto pregoné su nombre y sus bondades por donde quiera que anduve.
¿Dónde está aquella Barcelona de los años ’70, por la que podías deambular con total tranquilidad a cualquier hora del día y de la noche? ¿Qué ha pasado con aquella Barcelona iluminada que no dormía? ¿Qué ha sido de aquellas Ramblas por las que paseabas a altas horas de la madrugada? ¿Quién ha matado aquella Barcelona tan ilusionada por sus primeros Juegos Olímpicos? Estas y otras preguntas similares quedan sin respuesta, porque al fin y a la postre, sin darnos cuenta, vemos que aquella Barcelona ya no existe, murió.
Barcelona nunca fue una ciudad sucia. Hasta sus barrios más bajos se limpiaban con la misma asiduidad que los altos. El olor de sus callejuelas invitaba a pasearlas en familia, sin temor a encontrar a nadie orinando en la acera, defecando en una esquina o copulando en un portal. Sus calles, sus avenidas y sus paseos sugerían andar sin prisas, tranquilamente; regodearse con edificios modernistas, subir montañas y bajar a puerto. Todo sin sufrir el envite de ambulantes manteros y amparados maleantes.
Esa Barcelona que murió fue en su momento adalid de la libertad. Y no sólo eso, también era libertaria, librepensadora en toda la extensión de la palabra.
Esa Barcelona que murió fue en su momento adalid de la libertad. Y no sólo eso, también era libertaria, librepensadora en toda la extensión de la palabra. Porque cuando Madrid era el pueblo más grande de Castilla, Barcelona era la capital intelectual de España, avanzadilla de la cultura innovadora. El lugar donde se cocía lo nuevo que llegaba de fuera, para luego, una vez españolizado, llevarlo al resto del País. Por Barcelona entraba la moderna música anglosajona, la nouvelle vague y el cine de arte y ensayo. Las ferias de muestras y los congresos internacionales, las carreras de motos y de coches, los premios literarios y de radio, por poner algunos ejemplos.
Mucho me cuesta reconocer en la actual, la Barcelona de los años ’70. Aquella que viví en mi adolescencia. La que fue centro de la literatura castellana en el mundo y hoy renuncia a todo lo que huele a español. La de intelectuales, de cuna o de adopción, como Marsé, Gil de Biedma, Ferrater, Trías Sagnier, Boadella, que tanto hicieron por Barcelona y hoy son mal vistos por el totalitarismo municipal y regional.
Nada queda de aquella ciudad que atraía a jóvenes en busca de una Universidad de prestigio. De la que cautivaba a maestros ansiosos de enseñar en una sociedad abierta. De aquella que llamaba la atención de noveles intelectuales inspirados por la potente Escuela de Barcelona. De la que, simplemente, sugestionaba a quien la visitaba.
Hoy no queda nada de aquello. Nos rodea la suciedad, la vulgaridad, la chabacanería, y la inseguridad. ¡Qué lástima!
Leo Limiste