UN ALCALDE PEQUEÑITO
Había una vez una gran ciudad que puso como alcalde a un hombre pequeñito que mentía mucho. Tanto llegó a mentir, que en su primer mandato no cumplió ninguna de sus más importantes promesas. Sin embargo, tal desprecio a la verdad no debió importarle a sus conciudadanos, quienes le volvieron a elegir como alcalde, y con mayoría absoluta.
El pueblo parecía contento, ya que lo importante no era la verdad, sino la gestión de lo público. Eso era lo más importante, y todo indicaba, a vista de aquel pueblo, que lo hacía mejor que aquel a quien suplió.
Pero llegó un día en el que un trágico suceso enlutó a un
barrio de las afueras de la ciudad. Una horda de salvajes se dedicó a sembrar
el pánico llegando a incendiar vehículos e incluso algún que otro edificio. El
suceso provocó la muerte de cuatro personas e hirió a una docena de vecinos. Por
mucho que se afanaron bomberos y policía local no pudieron evitar la tragedia.
La oposición, ávida de venganza, encontró en aquella tragedia el pretexto para aniquilar la tarea de aquel alcalde pequeñito. De nada sirvió su tan loada gestión. Ni tampoco, la rapidez con la que se tramitaron los servicios de socorro.
Al día siguiente la oposición se lanzó a degüello, responsabilizando
al alcalde de una pésima gestión de salvamento. Y los titulares de los medios
de comunicación, a sabiendas, corroboraban las declaraciones de los líderes
opositores. Las calles se llenaron de manifestantes que, con algarabía e incívicamente,
pedían la dimisión de quien consideraban incapacitado para ostentar el mando
supremo de la ciudad.
Y es probable que aquel pequeño alcalde, desde su soledad, llegara
a pensar: “Cuando se deja de lado la verdad, lo que triunfa es el caos”.
Leo Limiste