Lo que a continuación voy a escribir tiene la maleficencia de hacerlo cansado y la benevolencia que procura el hastío. Por ello, mis disculpas anticipadas a aquellas personas que de buena voluntad hacen todo cuanto pueden, movidas por los aconteceres familiares. Lo que sigue no va con ellas. Tampoco con aquellas otras que toman su propia decisión informadas de la situación. En un caso u otro no son muchas; son la excepción que, como marca el dicho, confirman la regla.
Lo sucedido en estos dos últimos años goza de un plus añadido que lo diferencia de sucesos anteriores: el miedo. Este factor, convertido en auténtico terror, ha obnubilado la mente de la mayoría de gente, evitando el raciocinio. El resultado de ello se aprecia al comprobar, todavía, el ingente número de personas que siguen usando mascarilla, cuando hoy se sabe a ciencia cierta que la mortalidad del virus no llega al 0,5%. Una prenda de la que, probablemente, nunca más se desprenderán. Son entes que, lamentablemente, vivirán con miedo el resto de su vida. Y lo peor, nunca se rebelarán.
No me tome el lector por un incrédulo valiente, ni por un osado inconsecuente. Simple y llanamente, pienso que uno no puede pasar por esta vida con el miedo atado a las botas. La vida en sí es puro y duro riesgo, aun cuando se viva en constante precaución. La muerte siempre nos acecha. Por ello, precisamente por ello, es preferible que nos ronde libres, que no esclavos. Como bien decía un viejo profesor que tuve en mi juventud: Que sólo Dios os quite la libertad que Él os procuró.
A nadie con poder le ha interesado conocer el origen y el por qué del virus
A pocos extraña que, de la noche a la mañana, el bicho chino haya desaparecido, y que vuelva a enfermar la gente por la gripe de toda la vida. Nada importa que se nos haya mantenido durante casi dos años privados de nuestros derechos fundamentales. Da igual que se nos obligase de facto a inyectarnos una presunta vacuna, que el paso del tiempo ha demostrado, en el mejor de los casos, inoperante. Como igual da que hayamos sido los conejillos de indias para una industria que ha multiplicado por cien sus beneficios.
A nadie con poder le ha interesado conocer el origen y el por qué del virus. A todos les daba igual, porque en el fondo eso carecía de importancia. Mucho paripé en un principio con murcielaguinas y demás basura que acabó en el estercolero de la patraña. Lo único cierto es que los grandes laboratorios venían haciendo pruebas vacunales ARN(m) contra el SARS-CoV-2 antes de la aparición del virus en 2019. Verdad es que han sido los países occidentales industrializados los más perjudicados en todo este malévolo desaguisado.
Realidad es, también, el hecho de que los países llamados tercermundistas, apenas vacunados, han sido los menos infectados por CoVid. Así se puede observar en el siguiente gráfico, donde se compara a Canadá vs. Afganistán y Australia vs. Níger. En ambos casos las poblaciones de los países comparados son similares.
Vivimos un tiempo de prohibiciones, bien distinto del pasado que lo fue de conquista.
Si algo bueno ha traído esta maldita y artificial pandemia es haber sacado a la luz esos falsos mitos que, a modo de mantra y repetidos mil veces, nos han colado como auténticas verdades. Porque eso de la mentira no es cosa exclusiva de hoy, ni tampoco de tiempos de pandemia. Bueno, en esto, amigo lector, estaremos de acuerdo, ¿verdad? Ahí van ejemplos que nos incumben por cercanía. Desde hace décadas se nos viene hablando de lo excepcional que es nuestra sanidad. De que gracias al socialismo España disponía de la mejor sanidad del mundo. De la bondad de las autonomías, que permitían acercar la Administración al pueblo. O como debíamos felicitarnos por tener la juventud más preparada de la historia. Ahora, todo ello se desploma como un castillo de papel humedecido por el manguerazo de la verdad. Y como lo anterior, un suma y sigue de mentiras que nos han contado. Infinidad de falsedades que sólo la gente de mollera amebiana olvida.
Echar la vista atrás debería ser un ejercicio tan necesario como el andar. No con ánimo nostálgico, sino con afán de aprendizaje. Pero resulta que no, que ese ejercicio apenas se practica y, en buena lógica, así nos va. Tragamos cuanto nos dice el mentiroso de turno, sin plantearnos cuantas veces más nos ha engañado. ¿Qué más da? ¿Qué le vamos a hacer? Así, una especie de resignación invade la mente de la mayoría de la gente. Al fin y al cabo, lo único que les importa es seguir igual, sin arriesgar nada.
De esta manera, y de forma traumática, uno se encuentra día tras día con menor libertad. No hace falta remontarse mucho tiempo atrás y comprobar que esto es así. Desde comienzo de siglo, desde aquel fatídico 11 de septiembre, se nos vienen restando libertades. Y no sólo en lo referido a la libertad de acción, también el pensamiento lo padece. Vivimos un tiempo de prohibiciones, bien distinto del pasado que lo fue de conquista. Bien diferente de aquel Mayo del ‘68 que se vanagloriaba del eslogan: prohibido prohibir. Brindaré por esto último con una copa de vino; ahora que aún nos dejan.
Leo Limiste